sábado, enero 19, 2013

el costalero

A todos los parroquianos y amigos NewTown.



Todo es harina en aquel pueblo. 
La costumbre que adquirí al entrar a la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Yucatán fue beber. Beber más que nunca. Beber después de cada examen. Beber entre las clases. Beber los fines de semana. Beber siempre que no tuviéramos que estudiar. Beber aunque estuviéramos estudiando. La Facultad para mí significa alcohol. Al principio, esta costumbre era algo completamente natural. Un compañero -recién egresados de la prepa- decía a media clase
-se me antoja una cheva con el calorsito.
e ipso facto un séquito de jóvenes bebedores pero con robustos hígados se enlistaba a las huestes. Bebíamos con amor al arte, amor a todo, amor a nosotros mismos. Bebíamos.
Las principales borracheras después de clases fueron en mi casa, por ser la más cercana a la escuela y porque mi madre permitía toda clase de desmanes de los doctores en ciernes. Luego, la frecuencia de las bacanales declinó por mis cuestiones amorosas. Hay una explicación fisiológica para la falta de afecto entre las mujeres por el alcohol, pero es harina de otro costal. Mi novia de aquel tiempo nunca estuvo de acuerdo con mis amistades etílicas ni con nuestros hábitos, así, dejamos de frecuentarnos por las tardes y comenzó la vida nocturna, pero eso es harina de un tercer costal. Un año sin ir a la escuela por una penosa y pesada situación me alejó de mis amigos y me puso en compañía de otros muchachos completamente distintos. Callados, circunspectos, desconfiados, católicos, inseguros, castos. Gente no parrandera. Notoriamente me sentí en lo más profundo del infierno, donde el calor no llega y sólo hay silencio. Ahí un día conocí a Daniel, bebedor del underground, gracias a un viejo camarada de las reyertas pretéritas en mi casa y que había estado en la misma situación que yo. Mario me presentó a Daniel y Daniel me presentó un mundo nuevo, un pueblo nuevo. Abrevadero al que -según él mismo cuenta- llegó por causas azarosas y por no encontrar espacio suficiente en La Casita de Paja, bar de clasemedieros yucatecos que está bien cerquita de Pueblo Nuevo. 
Al llegar a Pueblo Nuevo, los prejuicios comenzaron a bullir de mí, porque soy prejuicioso pero nunca me guío por ellos. Entré por la puerta que está en el chaflán* y encontré una mancha blanca entre las mesas: mis  compañeros ataviados en sus uniformes blancos. Tomé asiento tratando de ver con discreción a nuestros acompañantes de mesas vecinas hasta que, prontamente a mi llegada, un mesero me trajo un vaso de veladora con tendencias cónicas y lo llenó de León Negra -cerveza que para aquel entonces ya había dejado de ser yucateca y hasta mexicana-. Beber una León Negra a las 2 de la tarde en Yucatán, sin importar la época, es un privilegio insondable, pero es harina del cuarto costal. El mesero se marchó y a su regreso trajo compañía: una cantidad abundante de comida, diversos guisos con puerco o con algo que pareciera serlo. Definitivamente un sazón impresionante que me provoca sialorrea mientras escribo esto en ayuno. Los colores no eran tan ricos como los sabores y olores, pero también impactantes a la vista de cualquier estudiante muerto de sed y hambre.
La cerveza y la comida transcurrieron en aquella ocasión sin más, pero en las ocasiones siguientes el Pueblo Nuevo ya había tomado confianza conmigo y sabía que yo volvería bajo cualquier circunstancia. El Pueblo Nuevo tenía un nuevo parroquiano. Pelos en la comida negra (mis conocimientos gastronómicos no me permiten afirmar el nombre de los guisos que se sirven en ese lugar) y la frase <<muy bien, muchachas, ya pueden comenzar a ofrecer sexo>> me han vuelto asiduo del sitio. 
Hablar de la composición arquitectónica es harina de un quinto costal muy especial.  

*al respecto debo decir que nunca he usado la puerta que mira al este, sólo la del chaflán, que mira al sureste y aquella chiquita que mira al sur; la particularidad de cada una de sus puertas requiere un ensayo propio. 

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