viernes, noviembre 29, 2013

¿dónde queda el olvido?

martes, noviembre 05, 2013

que alguien me regale un fedora, por favor.

En mi ciudad la gente no usa sombreros a pesar del calor rajapiedras. En la época del sinsombrerismo y cuando las únicas personas que los utilizan carecen de masa gris, uno necesita explicar a las gentes y a sí mismo porqué usa un sombrero de ala ancha y no un fedora-jipijapa de AmericanEagle así que el día que encontré la razón y excusa perfecta para usar el sombrero que quería desde que era pequeño me encontré al mismo tiempo en una encrucijada moral.
Los toros. A mí me gusta hacer cosas que el común de la gente de mi edad no hace. Cosas como leer, ir al teatro, en el cine aplaudir al final de una buena película o gritar "¡cácaro!" cuando -esto ya no es habitual- falla el audio o el video, asistir a manifestaciones, comprar baratijas para ayudar al vendedor o usar overoles o sombreros. Por desgracia, siempre necesito explicarme de alguna manera estos comportamientos que resultan tan vergonzosos para los demás pero que a mí me resultan absolutamente fascinantes. Mi superyó encontró de manera pronta un motivo para dejarme tener los hábitos ridículos que mencioné, excepto por el sombrero de ala ancha, hasta que un día miraba el asesinato de un toro de 592 kilos por televisión. En realidad yo no miraba el asesinato del toro, más bien pretendía ignorar esto y me enfocaba en el torero: Juan José Padilla, un hombre enjuto y alto, apretado en su traje de torero. Juan José Padilla está repleto de detalles que lo hacen un hombre único y otros que yo he inventado. El tipo ha perdido un ojo derecho (sobre la cuenca se coloca un parche negro) y torea sólo usando el ojo izquierdo. Pirata y torero. Su toreo está lleno de recovecos, movimientos de la muñeca que hacen ondular el capote y gritos frente a frente con el toro, palmadas sobre las ancas de este, suertes de rodillas y un comportamiento retador que estriba en lo ridículo. Juan José Padilla usa el cuello de la camisa muy apretado para que le cueste trabajo respirar; esto -al igual que asesinar- le provoca placer sexual sin una erección. Es uno de esos tipos que adoran la sangre y adoran asesinar -esto es hipotético- podría ser sicario también; es una de esas personas que no puede dejar de asesinar a pesar de que le cueste varios órganos seguir haciéndolo, de hecho, las amputaciones lo hacen congruente, llevan al extremo la representación taurina. Aquella ocasión cuando lo conocí, fue tomado por las astas del toro por entre las piernas y levantado. Mi primer pensamiento fue: voy a ver morir a alguien en tevé, en vivo. Y sentí que debí apretar el cuello de mi camisa, pero de inmediato el torero se levantó y continuó con su faena.
Al ver ese asesinato, el del toro y el del hombre sentí el inexorable deseo de tirarle mi sombrero al aparato que me mostraba a Juan José Padilla, el showman y el asesino. Tener 20 años en la época del sinsombrerismo y ver un show como aquel, disfrutar el asesinato tanto como Padilla, son situaciones excluyentes entre sí, pero tener un sobrero para poder tirar al aire cuando esté eufórico es el motivo exacto para usarlo en estas épocas.

Crowds of People o Ash-Shahid.

A T.S. Eliot.


La primera vez que leí un libro fue un libro rojo y delgado en formato de bolsillo. Muy bien pudo haber sido uno de esos libros que se editaron para el metro de la ciudad de México en los setentas. Lo importante no es la manufactura, lo importante de ese hecho es lo que ese libro tuvo que decirme para cambiar mi vida y hacerme un lector.
Yo vivía en una casa donde sólo habían enciclopedias, diccionarios y libros de enfermería y sicología. Yo estaba por comenzar la pubertad y mis gustos eran los automóviles deportivos, los videojuegos y los perros dobermann. Era un niño como cualquier otro.
Me gusta pensar en este hecho de la siguiente manera: en una calle repleta de gente, tú, el lector, puedes ir caminando, cargas bolsas y sudas o intentas cubrirte del frío porque lo mismo puedes estar al norte de Lyon o al sur de Rosario, o al este de Santiago de Cuba o al oeste de mi casa. No importa donde esté la calle, lo que importa es que haya mucha gente en esa calle y tú vayas caminando entre toda la muchedumbre que está atorada, porque no caminan en un sólo sentido sino que andan desorganizados.
Tú estás yendo mal
escuchaste
hazlo diferente
y das vuelta y miras a alguien y sabes que lo has visto, es la persona que vende rábanos en el mercado; es el tipo que usa lentes oscuros por las mañanas cuando el sol no es muy intenso; es el director de la compañía de seguros donde quisiste trabajar; es la mucama vieja del hotel que usaste hace un par de meses; es tu vecina desempleada; es tu maestro de filosofía; es tu papá, tu tío, tus abuelas, tú mismo. Puede ser cualquier persona. Es una persona que contiene a todas las personas del mundo. Él mismo es la muchedumbre. Si él no estuviera ahí, si él no tuviera algo por decirte al oído, la muchedumbre huiría, se la llevaría consigo. Puedes mirarlo con detalle pero no encontrarás su rostro. Es alguien tan indiferente que no puede ser alguien: es algo. Podrías verlo de nuevo todos los días, pero seguiría sin rostro: podría ser cualquier persona porque posee todos los detalles del mundo. Podrías mirarlo junto a ti en el bus, incluso hablar con él, y en el paradero bajar juntos, caminar unos pasos y encontrar a otra persona que es la misma del bus pero ahora es una mujer a la que le sonríes. Entras a un establecimiento, pides café y la mesera también es él, el barista es él, el tipo que te acaba de mirar por sobre su lap top es él. La mesera se acomoda el pelo y se sienta junto a ti y es tu esposa, se levanta de nuevo se acomoda la falda y del morral se saca un disco que tú querías en la secundaria: es tu abuelo, da la vuelta y con la luz naranja -como ya es de tarde- entrecierras los ojos y ahora es un pintor famoso de la ciudad que elegiste imaginar. El pintor sale y tú piensas que ya acabó todo, que por fin la historia del mundo se compondrá de nuevo de muchas personas y no de una camaleónica que puede ser cualquiera. Ahí sigue el tipo que te miró por sobre su laptop, ahora levanta una ceja y es un amigo a quien no reconociste antes. Se saludan y platican largo sobre un grupo que a ambos les gustaba, le dices que acabas de conseguir el disco que querían pero ya no lo encuentras. Otra mesera se acerca, pero no sabes si es al misma o si la anterior se ha ido ya. Te trae la cuenta y la pagas, porque aunque no la pediste sientes que tu amigo ahora es un amigo más reciente del trabajo y sientes vergüenza. Le das la mano y le hablas con solemnidad porque ahora es un párroco. Sales a la calle e intentas recordar la cara del primer hombre de la calle ahora lejana. Nada. Todos son el mismo y todos son nadie.
Sigues camino a casa porque quieres descansar un rato para luego seguir haciendo lo que hacías pero recuerdas que aquel hombre dijo que cambies todo. Durante la caminata verás a la gente cambiar de caras una y otra vez. Tres cuadras adelante encontrarás una librería y a través de los cristales lo miras: ahí está el hombre que dijo que cambies y muchas cosas más que no alcanzaste a escuchar. Entras. Ahí está él. De espaldas a ti, hojea un libro. Mientras te acercas sientes miedo de que pudiera ser alguien más, de que pudieras estarlo confundiendo, pero le viste la cara, la camisa de color olivo y el chaleco negro: Es él.
Desde lejos le dices
Disculpe, ¿qué me dijo hoy por la mañana en la calle, en medio de la gente?
y al escuchar tus palabras se voltea, te identifica y sonríe: es tu novia quien te extiende un libro.
Que leas.