martes, septiembre 16, 2014

anhedonia

Su coche salió del taller y su dinero no. Tampoco salió del taller la gasolina que le puso a su coche antes de que se echara a perder. Su coche se volvió a echar a perder, benévolamente, cerca de su casa. Se bajó, abrió la tapa que oculta el motor y descubrió un entramado de cables que iban y venían de quién sabe dónde. Polvos pesados, grasas oscuras, metales de formas extrañas. No entendió nada y sólo supo que radiaba mucho calor de ahí. Volvió a cubrir ese extraño organismo y se sentó en la banqueta mirando una llanta. Desde que se despertó había sentido una extraña atracción por las cosas circulares. Un tiempo atrás, había estado sentado en el suelo de una lavandería mirando su ropa secarse. Daba vueltas en una máquina que era un túnel del tiempo. Era como un reloj que podía regresar el tiempo. Esto lo pensó sólo porque la máquina giraba en oposición a las manecillas de un reloj. Él ni siquiera tenía un reloj. Bueno, tenía muchos, pero ninguno funcionaba. También tenía un calendario detenido en el 20 de septiembre de un año atrás. Algo tenía contra el tiempo. Quizás debía detenerse, pero no lo hizo, así que llegó a la lavandería y puso su ropa a secar. Vio que giraban sus prendas y a cada vuelta tomaban más volumen. Sólo estaba sentado en el suelo, mirando la máquina girar, su ropa tomaba volumen poco a poco y él la miraba revolverse. Pensaba que su vida había estado en esa máquina. Todo se había dado vueltas y se había revuelto más y más. Su vida era una secadora. Tal vez por eso sentía tanta sed, porque el calor no explicaba su sed, porque ese era un día fresco en la ciudad que siempre era tan calurosa. Había tomado un agua de chaya, una planta fresca que crecía en esa región. Esa agua le encantaba, pero este día le pareció de una simpleza simple. Tal vez no estaba tan concentrada como otras veces. Se la sirvieron en un vaso de unicel, una cosa que por aquellos tiempos la gente usaba para transportar cosas líquidas o que necesitaran conservar su temperatura por largos períodos. Él no sabía por qué lo usaban tanto si ya era bien sabido -al menos eso era lo que se decía en la televisión o la radio- que ese material no era para nada biodegradable. Este término yo lo explicaría como "indestructible para la naturaleza". Para cuando atravesó el centro comercial ya no quedaba más que hielo en su vaso de unicel y pensó que lo había usado quizás menos de diez minutos. En otro momento hubiera hecho algo por encontrarle una utilidad a ese vaso, a ese material indestructible, pero hoy no. Regresó hasta la lavandería y vio que su ropa seguía lavándose. Así que se sentó en una mesa junto a su vaso indestructible a mirar otra máquina, esta tenía comida chatarra organizada cuidadosamente en unos espirales que las hacían correr desde el fondo de la máquina hasta un precipicio, desde donde caían al interior de una caja negra, y el hambriento, humillado, metía la mano en la caja negra, palpaba a ciegas en su fondo hasta encontrar la bolsa que tenía algo para meterse a la boca. Así miraba las cosas que siempre habían estado frente a él y seguirían frente a él. Así que miró hacia la otra máquina anterior, la que lavaba su ropa. Se había detenido, así que tenía que levantarse y sacar su ropa de ahí, porque eso es lo que se tiene que hacer cuando las máquinas se detienen. Lo hizo automáticamente, como la otra parte de la máquina. Sacó su ropa y la metió a la máquina que se calienta y seca su ropa. Se sentó en el suelo y pensó en el tiempo que se echaba para atrás, en su ropa y su vida que se desorganizaban a cada vuelta, a cada minuto a cada día. Estaba sentado en el suelo con las piernas encogidas. Miraba una pared llena de agujeros circulares, como si se encontrara cara a cara con una abeja gigante o con una herida producida por hongos extraños y mortales. De esos agujeros podían salir gusanos gigantes o pus o miradas de abejas hambrientas, pero sólo salían ropas limpias y secas. Quizá esto disimulaba el peligro y por eso los humanos, atraídos por sus movimientos circulares se acercaban y metían las manos en estas máquinas, en estos agujeros. De pronto el agujero caliente se detuvo y su ropa también. Ya no se desordenaba más, pero la manga de su bata estaba enrollada sobre su camiseta polo, y su camiseta polo estaba echa un rollo en su boxer y el boxer tocaba con el bolsillo salido de su pantalón blanco. Todo estaba muy enredado y fuera de su sitio. Ahí detenido dentro del ojo de la abeja, en la lesión fúngica, en el ojo de su gata recién muerta, en el agujero caliente. Tomó un respiro y se levantó. Abrió la puerta del ojo y metió la mano, sacó un pantalón y unas batas. Vació el ojo de su ropa y la dobló en una mesa amplia y limpia donde los humanos doblaban la ropa que sacaban de sus ojos ahora vacíos. Lo arregló todo detenidamente, quería que todo estuviera en su sitio correcto. Como el vaso indestructible, como la comida de la espiral, como el calor de su auto. Dobló su ropa, la colocó en una bolsa de plástico y se subió a su auto. Camino a su casa encendió la radio: nada, una voz varonil dijo algo, no supo lo que era, pero sabía que no le podía interesar. Dio un click y cambió de estación. Esta transmitía el sonido de una lluvia, tal vez una lluvia en el Golfo de Bengala una noche de mayo. Dio un click más porque tampoco le interesaba la lluvia del Golfo de Bengala. La radio se detuvo en una estación con música en inglés. Una voz varonil pero afinada decía "you'll be ok" una y otra vez. Pensó que Alejandra posiblemente conocía a ese cantante, le parecía haberlo escuchado antes con ella. "you'll be ok, you're not alone, the sun will rise to better days". Era como una pequeñísima palmada en el hombro, así que lloró mientras comenzó a escuchar el ruido anómalo de su motor que se sobrecalentaba.