El hombre da vuelta en la esquina del lote baldío que algunos indigentes ocupan para morir. Luego el hombre sigue por la misma acera donde todos los días
saluda a la esposa del médico que riega su rosal completamente verde. Siempre
verde. Buenos días dice él mientras la otra baja la cara y contesta con palabras casi inaudibles. Ninguno sabe porque
siempre habla ella así, aunque tampoco le importa al hombre, a veces este gesto de la
mujer sólo provoca en él una preocupación por la hora o picazón en el cuero
cabelludo. Sin darse cuenta, con la mano aún en la cabeza o la muñeca frente a
la cara, ya está oyendo el griterío de los niños de la muchacha mil veces abandonada, mil veces embarazada. Ella vive
con tres perros casi callejeros –que van y vienen, pero siempre tres- y sus
tres niños. No soy doctor, pero sé que esos niños están enfermos de algo,
aunque corren y gritan sé que están enfermos. A ella no la saluda, seguro le parece
más agradable la señora de las rosas incumplidas que la joven gorda cuya madre
la abandonó al igual que su novio, el que sólo regresa por las noches para
coger y pagar por su comida. A veces el hombre estornuda porque ella cocina con leña y su humo le
molesta. Con su tos atraviesa la casa de la
señora que sí tiene flores en su jardín. Tiene girasoles. Quizás a ella jamás
la haya visto porque los riega por las noches y les echa un poco de miel para que brillen y absorban mejor los rayos del sol. Estos girasoles son grandes y a pesar de eso el hombre nunca los mira, aunque una vez robó
uno. Al que siempre saluda con una sonrisa es al dueño del aserradero. A veces
intercambian opiniones del béisbol, pero el hombre nunca se detiene, sólo
camina más despacio, intercambia un par de palabras y sigue su marcha. A mí nunca me saluda. La puerta de mi casa es
bastante pequeña tal vez. Yo lo miro siempre porque a veces es el único que
pasa durante todo el día por esta calle y desde hace unos meses que me despierto a
las cuatro de la mañana y ya no puedo volver a dormir. Me siento en mi silla y
miro el amanecer, porque mi casa mira al este y yo debo hacer lo propio. Desde
que me despierto a esas horas siento que mis días son determinados por mi
ambiente. Creo que a veces odio a ese hombre, pero luego me convenzo de que es
una injusticia, es sólo que extraño mis piernas.
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