Cuesta trabajo respirar, pero no lo impide. Sé que es la
altitud, y la lejanía del mar, pero aumentar la frecuencia respiratoria es como
sentir una agonía turbia y timorata. No es un anuncio de la muerte, pero acaso
sea un remanente de ella que se esconde entre estas urbes, en las montañas y el
smog. No quiero saberlo, no quiero encontrar esos cachitos guarecidos de
oscuridad que dejan a los pulmones más pequeños de lo que ya son: sólo tres
litros de aires con pocos colores.
A veces son muchos los olores que de ellos se desprenden,
pero es más probable que sean los olores fuertes los que llevan el aire entre
ellos, bajo sus faldas, como en las manifestaciones se esconden los artistas y
las bailarinas. Es como una herida en los pies y en las pupilas, una sola
herida que va de ahí hasta ahí, que persigna sus palabras porque no puede
hablar ni retractarse de ser herida, de ser dolor, de ser angustia, de ser un
pedazo de carne que se resiste a perecer bajo la piel del hombre o la mujer.
Por eso la herida comienza desde afuera, entrando en la carne por los pulmones
que se expanden más y más y tienen menos de lo que necesitan, con menos sangre,
con menos apretones de las costillas, o con más, depende de cómo se miren.
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