martes, julio 17, 2012

Las carreteras siempre me hacen reflexionar acerca de las más complejas banalidades así como de los más sencillos misterios humanos, y casi nunca esa expresión se referirá a la fisiología, aunque sí hay sus repentinos saltos de dudas científicas.
En este último viaje, el primero en mi vida que he hecho al mando absoluto de mi auto, un chevy naranja del 2006 que mi madre me ha cedido gentilmente, he sentido una constante felicidad provocada por la libertad que me daba estar a muchos kilómetros de mi hogar, casi casi, a la buena gracia de dios.



Ahora, continúo:
un par de meses más tarde me encuentro más lejos de mi hogar y con frío. Este viaje no lo he hecho por carretera, lo he hecho por avión por lo que no he tenido mucho tiempo para pensar. Un viaje sin pensar no me agrada, pero el trayecto no ha sido gentil conmigo, sólo la estancia llena de libros, gemidos de las clases de baile y expresión corporal vecinas y el parque España que habita cerca de mí. Me agrada ver a la gente que entra en sus salones por las ventanas caminando por las azoteas.
Mujeres con faldas y cabezas largas, de ojos grandes y bustos discretos levantan las piernas, brincan un pequeño muro y caminan sobre un techo de láminas de asbesto que a mí me pareció bastante endeble, golpean con los nudillos sutilmente el cristal del ventanal y entran en su salón e ipso facto comienzan a gemir y a mover los brazos, mientras otros discuten sobre lo que pueden comprender del sistema nervioso. A esta hora sale el sol.
En la Ciudad de México es difícil respirar, por eso los yucatecos parecemos tan asombrados por el barullo. Así nos reconocen los asaltantes, por nuestra falta de aire. Porque México es más surreal que Mérida, pero cada cable despeinado, cada bolsa de basura, cada calle cerrada por patrullas, cada pájaro completamente aplastado está perfectamente en su lugar, así como las mariposas que sobreviven y las persianas cerradas.

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